LA DERROTA DE CYDNO
COLECCIÓN DE RAROS Y EXQUISITOS
CYDNO DE MYTILENE
LAS CANCIONES LESBIANAS
pag. 45-49
En la dulzura matinal; la hermosa Eurimedusa y yo combatimos incruentamente sobre la pradera.
Las amapolas y los girasoles aun están mojados de orvallo como de un semen celeste. – La misión del roció ¿no es, en efecto, la de atestigua, centelleantemente , el amoroso misterio de la Noche?
Las demás hermanas, semidesnudas entre gasas, hacen corro en torno nuestro.
Ríen, silban, aplauden, excitándonos con aristofanescos discursos.
La que de nosotras dos resulte vencida; no sentirá, en verdad; gran pesadumbre en su amor propio. Hemos apostado en broma: La vencedora cabalgará a su rival, en sesión solemne, en la sala de los cuadros vivos, bajo la mirada burlona de las esclavas etíopes.
Yo soy más corta de talle y más feble que Afrodita Eurimedusa. Y, no obstante, he sido yo quien la ha provocado, a gritos, en el baño, mientras las masajistas nos frotaban la piel con el estrigil de aluminio. El motivo ha sido bien fútil: Una masajista, sin duda en su afán de preservar todo su cuerpo contra la acción inexorable del tiempo, tenía hundida la cabeza entre sus piernas, so pretexto de examinarles bien la gruta húmeda y deliciosas de su vulva, para proceder luego al masaje del divino remanso. Pero yo, que ya no podía resistir más el enfado que me esperaba de Eurimedusa, para hablar con ella, sea como fueres, tomé esta liberalidad, un poco equívoca, por un acto reprobable, y, montando en fingida cólera, le reto a singular combate.
No me creáis por esto valerosa. Es que… conozco bien la cuerda sensible de Eurimedusa, la de los brazos musculosos. Como tiene las piernas cortas, cuando estamos en pie la una contra la otra, mi aguijón llega a la altura de su vitrina y, casi masculino de audaz, pica en la rosa viva de su sexo, mientras la miro irresistiblemente a los ojos. Pero… la pobre Eurimedusa es la más rápida de nosotras en el advenimiento del placer, cuya verdadera felicidad consiste en ser un poco lentas. Pierde la cabeza, le dan vértigos, exhala el alma entera, apenas se le toca en el punto flaco con la lengua o con un juguetillo sáfico.
Luchamos, coronadas de oliva silvestre y ungidas de un óleo de Jonia, que tiene el aroma penetrante y subversivo del purpúreo clavel.
Pero como la violencia agresiva está desterrada de nuestra Orde, el combate se desarrolla por modo harto muelle y caricioso. Estrechamos nuestras piernas; juntamos nuestras mejillas encendidas – a veces, nuestras lenguas jadeantes, rozando la piel de la adversaria, en un suave cosquilleo más decisivo para la victoria que un zarpazo o una zancadilla- ; nuestros brazos ciñen el talle rival o se contraen afanosos contra las nalgas esquivas. Las cupulillas de los senos también luchan, rozándose estremecidas y graciosas, como palomas que jugasen con el pico. Únicamente los sexos no se unen, y eso bien a pesar mío, que lo intento multitud de veces, en vano.
Eurimedusa está muy recelosa y evita, sobre todo, mi golpe favorito. Sin embargo, un beso de su dilecta Onfalia en la tetilla izquierda de la soñadora Perséfona, la distrae momentáneamente.
Presto, mi aguijón pica la rosa de mi rival, que empieza a desasosegarse. Entonces hundo mis dos piernas entre las suyas, que se apartan casi sin resistencia, presintiendo el goce. Y ella sin querer, instintivamente, y yo queriendo, iniciamos una frenética rotación de caderas, un abrir y cerrar de muslos convulsos, un angustioso contacto de senos, una divino mescolanza de lenguas –tales, que hay un momento en que ambas parecemos indistintamente la vencedora y la vencida. El espasmo es inminente ya. Requiriendo todas mis fuerzas, alzo en vilo a mi pesada contrincante. Más ¡ay de mi mí! Durante un segundo, no más desaparecen todos mis belicosos arrestos.
He sido tan franca en la liza, que, olvidándome del objetivo principal, he perdido el reposo del sexo en tanto intentaba hacérselo perder a mi rival, y cuando intento el esfuerzo supremo, el placer, desbordante y avasallador, me deja inutilizada para lograrlo… Mis piernas flaquean y caigo hacia atrás, sobre las flores pisoteadas.
Eurimedusa está sobre mí, risueña y victoriosas. Mis hombros han tocado la hierba.
Estaría escrito, Cydno, derrotada y violada, hará esta noche, en el salón de los cuadros vivos, las delicias de nuestras fornidas sirvientas negras.
CYDNO DE MYTILENE
LAS CANCIONES LESBIANAS
pag. 45-49
En la dulzura matinal; la hermosa Eurimedusa y yo combatimos incruentamente sobre la pradera.
Las amapolas y los girasoles aun están mojados de orvallo como de un semen celeste. – La misión del roció ¿no es, en efecto, la de atestigua, centelleantemente , el amoroso misterio de la Noche?
Las demás hermanas, semidesnudas entre gasas, hacen corro en torno nuestro.
Ríen, silban, aplauden, excitándonos con aristofanescos discursos.
La que de nosotras dos resulte vencida; no sentirá, en verdad; gran pesadumbre en su amor propio. Hemos apostado en broma: La vencedora cabalgará a su rival, en sesión solemne, en la sala de los cuadros vivos, bajo la mirada burlona de las esclavas etíopes.
Yo soy más corta de talle y más feble que Afrodita Eurimedusa. Y, no obstante, he sido yo quien la ha provocado, a gritos, en el baño, mientras las masajistas nos frotaban la piel con el estrigil de aluminio. El motivo ha sido bien fútil: Una masajista, sin duda en su afán de preservar todo su cuerpo contra la acción inexorable del tiempo, tenía hundida la cabeza entre sus piernas, so pretexto de examinarles bien la gruta húmeda y deliciosas de su vulva, para proceder luego al masaje del divino remanso. Pero yo, que ya no podía resistir más el enfado que me esperaba de Eurimedusa, para hablar con ella, sea como fueres, tomé esta liberalidad, un poco equívoca, por un acto reprobable, y, montando en fingida cólera, le reto a singular combate.
No me creáis por esto valerosa. Es que… conozco bien la cuerda sensible de Eurimedusa, la de los brazos musculosos. Como tiene las piernas cortas, cuando estamos en pie la una contra la otra, mi aguijón llega a la altura de su vitrina y, casi masculino de audaz, pica en la rosa viva de su sexo, mientras la miro irresistiblemente a los ojos. Pero… la pobre Eurimedusa es la más rápida de nosotras en el advenimiento del placer, cuya verdadera felicidad consiste en ser un poco lentas. Pierde la cabeza, le dan vértigos, exhala el alma entera, apenas se le toca en el punto flaco con la lengua o con un juguetillo sáfico.
Luchamos, coronadas de oliva silvestre y ungidas de un óleo de Jonia, que tiene el aroma penetrante y subversivo del purpúreo clavel.
Pero como la violencia agresiva está desterrada de nuestra Orde, el combate se desarrolla por modo harto muelle y caricioso. Estrechamos nuestras piernas; juntamos nuestras mejillas encendidas – a veces, nuestras lenguas jadeantes, rozando la piel de la adversaria, en un suave cosquilleo más decisivo para la victoria que un zarpazo o una zancadilla- ; nuestros brazos ciñen el talle rival o se contraen afanosos contra las nalgas esquivas. Las cupulillas de los senos también luchan, rozándose estremecidas y graciosas, como palomas que jugasen con el pico. Únicamente los sexos no se unen, y eso bien a pesar mío, que lo intento multitud de veces, en vano.
Eurimedusa está muy recelosa y evita, sobre todo, mi golpe favorito. Sin embargo, un beso de su dilecta Onfalia en la tetilla izquierda de la soñadora Perséfona, la distrae momentáneamente.
Presto, mi aguijón pica la rosa de mi rival, que empieza a desasosegarse. Entonces hundo mis dos piernas entre las suyas, que se apartan casi sin resistencia, presintiendo el goce. Y ella sin querer, instintivamente, y yo queriendo, iniciamos una frenética rotación de caderas, un abrir y cerrar de muslos convulsos, un angustioso contacto de senos, una divino mescolanza de lenguas –tales, que hay un momento en que ambas parecemos indistintamente la vencedora y la vencida. El espasmo es inminente ya. Requiriendo todas mis fuerzas, alzo en vilo a mi pesada contrincante. Más ¡ay de mi mí! Durante un segundo, no más desaparecen todos mis belicosos arrestos.
He sido tan franca en la liza, que, olvidándome del objetivo principal, he perdido el reposo del sexo en tanto intentaba hacérselo perder a mi rival, y cuando intento el esfuerzo supremo, el placer, desbordante y avasallador, me deja inutilizada para lograrlo… Mis piernas flaquean y caigo hacia atrás, sobre las flores pisoteadas.
Eurimedusa está sobre mí, risueña y victoriosas. Mis hombros han tocado la hierba.
Estaría escrito, Cydno, derrotada y violada, hará esta noche, en el salón de los cuadros vivos, las delicias de nuestras fornidas sirvientas negras.
Comentarios
sin palabras vacas
ya has dicho todo y más